miércoles, 5 de agosto de 2009

Dr. A. Gutiérrez: Un deprimido en la Familia

Prólogo

Héctor O. Alonso

Admitió, sin embargo, que en la portada de la nueva obra

convenía el prólogo vistoso, el espaldarazo firmado

por el plumífero de garra, de fuste.

Jorge Luis Borges, “El Aleph”

Tapa del libro del Dr. Alfredo J. Gutiérrez, de Ediciones Promir.

Lord Byron, en uno de sus momentos de cinismo, escribió: “tan pronto crea a una mujer o a un epitafio”. O a un prólogo. Los prólogos, es sabido, no siempre son confiables. Ejemplos se reportan de prólogos escritos sin conocer el libro en cuestión; una quizás sabia decisión en ciertos casos, aunque repudiable como procedimiento. Como en el cuento de Borges, el posible prologuista puede sentir, frente a la inminente distinción, erizarse los pelos de la nuca, y, de ser distinguido con la misión, disponerse al eufemismo raudo o a la mentira flagrante.

O bien, la mujer, el epitafio y el prólogo pueden ser no sólo sinceros, sino justos. El lector de este libro tendrá la última palabra, por lo que los prólogos, si acaso, deberían leerse probablemente no al principio sino al final.

La depresión debe ser considerada, por muchas razones, una enfermedad, semejante a otras muchas. No es bueno que sea vista como una vergüenza o como un mérito metafísico, como un baldón a ocultar o como un lujo del sentimiento.

Es una enfermedad, y no sería difícil que en un futuro próximo confirmemos que el proceso tiene más de orgánico de lo que muchos estilistas de la mente querrían reconocer. Como en muchos otros procesos, una combinación algo azarosa pero puntual de lo genético, lo químico y los vaivenes de la existencia puede eventualmente terminar en la enfermedad que hoy llamamos depresión. El caso es que esta enfermedad es una forma particularmente dolorosa e invalidante de daño. El enfermo a la vista no renguea, ni se arrastra, ni experimenta dolores físicos (aunque puede tener, como se verá, manifestaciones orgánicas engañosas). El laboratorio y las radiografías no revelan lesiones. Pero sin embargo sus síntomas son, o pueden ser, atroces, y las consecuencias de su enfermedad, de alto costo emocional, actitudinal y social. En el mejor de los casos, el deprimido puede sentir que transcurre por la existencia como si viviera permanentemente sumergido en un tonel de melaza; lentificado, en cámara lenta, apenas respirando, como en un mal sueño. Moverse en la melaza le cuesta un esfuerzo supremo, y la melaza también es mental. En la peor de las circunstancias, es una pesadilla de interminables veinticuatro horas diarias.

Cierto, la cultura occidental actual favorece conductas que podrían calificarse, a cierta salva distancia, de un estado de hipomanía (el texto explica este término) algo tonto y muy irreflexivo. Las risas constantes y sin sentido de la televisión, el gusto por decibeles exorbitantes, por luces destellantes, y por ritmos persistentes sin melodías a la vista epitomizan la situación, una adicción al ruido, cuyos cultores suelen describir con exaltación como un vivir la vida en plenitud. Es posible. O terminado el canto y el vino puede que se regrese a una vida de silenciosa desesperación: para seguir con Byron, soda y sermones la mañana después. En este contexto el deprimido no sólo parece desentonar; claramente puede inquietar, porque el gusto por la vorágine no ignora el abismo. Las técnicas de distracción no son infinitas, sin embargo. Cualquiera de los crónicamente eufóricos, que confían en productos energizantes y no desdeñan codearse con la trasgresión, puede subirse al bote con frecuencia colmado de la depresión.

La depresión, a diferencia de la vida vivida para afuera, puede tener también un costado no sólo positivo, sino también potencialmente trascendente. No se sale (y afortunadamente se sale) de un episodio de depresión mayor (nuevamente, el texto lo explica) siendo la misma persona que se era. El sufrimiento deja su marca, y las cosas no serán ya como solían ser. No hay aprendizaje como el que confieren la aflicción o el tormento espiritual: hay rincones del propio corazón que uno no conoce, y para conocerlos entra en él el dolor, recordando la muy sabia observación de Leon Bloy. Definidamente, la pena es más creativa que la alegría, a menos que uno se llame Beethoven, que podía construir grandezas musicales con ambas. Y hay circunstancias en las que llorar no es sólo lo único que se puede hacer, es lo mejor que se puede hacer. Si caminar a través de los carbones encendidos, como es el caso de enfermedades invalidantes o dolorosas (y la depresión es ambas cosas a la vez), resulta traumático, superar el tránsito de alimento para una renovación existencial de alcances antes no sospechados.

El deprimido no flota en la nada ni está solo en su enfermedad. Con frecuencia lo rodean amigos, familiares, en suma, un núcleo próximo e inmediato con el que interactúa constantemente. La depresión cae sobre estos grupos con tanta brutalidad como sobre el enfermo. Produce ansiedad, desconcierto y desamparo. Se entiende entonces que si la primera prioridad es el enfermo, la segunda son sus familiares y allegados. La posibilidad de acceder a un texto que los ilustre sobre las características reales de la enfermedad, y los provea de algunos recursos para ayudar al paciente y también a sí mismos es un trance tan difícil, constituye una ayuda capital que no debe ser ignorada. El presente es un libro que intenta justamente esta tarea.

Que tanto el clínico como el médico general no sólo pueden sino deben tratar la depresión es una cuestión tan resuelta que mencionarla podría ser ya imperdonablemente innecesario. Si lo traigo a colación, es porque el autor, Alfredo Gutiérrez, es un internista que ha dedicado los últimos veinticinco años de su vida a conocer y tratar la enfermedad depresiva. Su autoridad es indisputable. Y dedicar un texto escrito en forma de manual a la problemática de los familiares, más que a la del enfermo mismo, es una idea excelente, porque un texto así es en realidad indispensable. En la interacción enfermo-familia, ambos lados de la ecuación son fundamentales para el éxito del tratamiento, y el libro del Dr. Gutiérrez se ocupa del que ha sido algo olvidado en la ardua lucha de la medicina contra la depresión. Por lo tanto, debemos darle crédito a su obra, y esperar el éxito que la tarea, que como se verá, es empática y esforzada, merece.

Muchos libros (y no pocos prólogos) son dictados por la vanidad. Tal, puedo dar fe, no es el caso del que comentamos.


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