miércoles, 5 de agosto de 2009

Dr. O. Bottasso: Lo esencial en investigación clínica

Prólogo

Dra. Christiane Dosne Pasqualini

Instituto de Investigaciones Hematológicas de la Academia Nacional de Medicina, Buenos Aires.

We dance round in a ring and suppose

But the secret sits in the middle and knows

ROBERT L. FROST (1874-1963)

Recibir una invitación para escribir el Prólogo de un libro sobre investigación es un honor y a la vez un placer puesto que me permite intentar una visión retrospectiva después de más de 60 años en lo que me gusta llamar “el mundo del investigador”. Hacer investigación biomédica es, como dice la cita de Robert Frost, tratar de descifrar los inagotables misterios de la naturaleza, para lo cual se necesita un entrenamiento especial que es lo que consigue instrumentar Oscar Bottasso en este libro.

Ante todo, para mí, haces investigación es como aprender “un idioma” de la mano de un director, como se aprende el primer idioma de la mano de la madre-el idioma materno. Entonces, ¿para qué un libro sobre el método científico? Sin embargo, cuando a los 22 años tuve que aprender un nuevo idioma, el castellano en ese caso, un “manual” me hubiera venido bien.

¿Qué se necesita para hacer investigación? No hay duda que ante todo hay que tener vocación. Como dijo James Watson al celebrar los 40 años del descubrimiento de la Doble Hélice, We used to think that our fate was in the stars, now we know that our fate is in our genes. También es cierto que se necesita un ambiente propicio y presumiblemente algo de suerte. Se calcula que no más del 1% de los estudiantes tienen las condiciones adecuadas y que con el tiempo sólo la mitad llegan a convertirse en auténticos investigadores.

A título de ejemplo, vale la pena mencionar como me inicié en investigación. Indudablemente, pertenezco a una familia de investigadores: mi abuelo era Ingeniero Químico e inventor, también lo era mi padre y lo son mi hermano y mi hijo y ahora mi nieto completa la quinta generación. Pero debo reconocer que en mi caso tuve la especial suerte de tener un primer director con una motivación y una dedicación de tal potencia como apra contagiar ese “amor a la investigación” a todos los que se formaron en su laboratorio. Era nada menos que Hans Selye, el “genio del stress”.

Viene al caso, como anécdota, recordar cómo llegué a su laboratorio, el 1º de setiembre de 1939. Unos meses antes había obtenido el título de B.Sc. con orientación en Bioquímica, en McGill University en Montreal, y le había mencionado a mi mentor, el Profesor de Bioquímica, que no podría continuar mis estudios en la Facultad de Medicina como eran mis deseos porque mi padre no podía seguir costeándolos. Me encontró una solución proponiéndome un puesto de Jefe de Trabajos Prácticos en histología y sugiriendo que cursara la materia a la mañana y ayudara a mis compañeros por la tarde.

Acepté el desafío y hoy considero que esto fue una ayuda “del destino” instrumentada por mi mentor.

Hans Selye era Profesor Titular de Histología y como tal estaba en todo: daba clases brillantes, planeaba los experimentos con cada uno de sus colaboradores y los controlaba diariamente. Trabajaba principalmente en ratas en las que su especial habilidad manual le permitió desarrollar varias técnicas quirúrgicas, por ejemplo la hipofisectomía. Selye tenía entonces 32 años y poseía una personalidad carismática con gran influencia sobre los que lo rodeaban. Su entusiasmo era tan desbordante que pronto me convenció que me dedicara a la investigación cursando sólo las materias preclínicas mientras preparaba mi doctorado. Durante tres años, además de la docencia, bajo la dirección de Selye, hice experimentos sobre “la reacción de alarma” que culminaron en una Tesis Doctoral sobre “El papel de la suprarrenal en la resistencia general”. En 1942 obtuve el título de Ph.D. en Medicina Experimental mientras mis compañeros se recibían de médicos con un M.D.

Ese mismo año, a los 22 años, llegué a la Argentina con una beca (Canadian Federation of University Women Travelling Fellowship) para hacer investigación con Bernardo Houssay en el Instituto de Fisiología de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires. Encontré allí un ambiente latino y una joie de vivre que no existía en mi universidad anglosajona. Houssay cumplía un full-time que se había impuesto de 7 de la mañana a 7 de la tarde y estaba rodeado de alrededor de 100 colaboradores, entre ayudantes de cátedra, investigadores y médicos, con un promedio de edad de 28 años, en tanto que Houssay tenía 55 años. Siempre parecía tener tiempo para explicar lo que fuera, y para operar, en especial perros y sapos –lo que le gustaba hacer personalmente-. Era especialmente cordial con los investigadores, con un entusiasmo desbordante por los múltiples temas que dirigía. Seguía el curso de los experimentos de cada uno de sus colaboradores y característicamente solía dejarles diariamente un papelito, con una sugerencia, con una ficha bibliográfica, una idea o sencillamente “véame BAH” (sus siglas que eran también las del sapo Bufo Arenarum Hansel). Creo sinceramente que este período de mi beca –julio 1942 a junio 1943- fue la época de gloria del Instituto. Pocos meses después, Houssay, por lamentables razones políticas, tuvo que abandonarlo.

Visto retrospectivamente, tanto Houssay como Selye hacían la investigación típica de la época, el modelo “extirpación-extracto”, es decir, sacar una glándula y recomponerla con su hormona. En ambos laboratorios, lo llamativo era la dedicación, la sistematización, y la constancia con que se hacía, se escribía y se publicaba. Estos cuatro años en dos laboratorios tan estimulantes el uno como el otro sellaron mi destino como investigadora.

En 1957, al iniciar la Sección Leucemia Experimental del Instituto de Investigaciones Hematológicas de la Academia Nacional de Medicina de Buenos Aires, me pregunté ¿Qué me había quedado grabado de mi aprendizaje en investigación? Destacaría como esencial, en la relación alumno-director, lo siguiente:

1º- despertar la vocación del alumno a través de un entusiasmo compartido;

2º- asegurar la dedicación compartiendo un efectivo full-time;

3º- aprovechar la creatividad de la juventud;

4º- asegurar y compartir la libertad de hacer y de decir;

5º- darse tiempo para reflexionar;

6º- no dejarse abrumar con todo lo que proporciona el Internet.

7º- asegurar la continuidad del trabajo hasta su publicación.

8º- compartir el placer del “descubrimiento”.

No hay duda que una mente joven, sin inhibiciones ni dogmas, favorece la creatividad; por ejemplo, James Watson tenía 23 años cuando publicó el trabajo que le valió el Premio Nobel. Por otra parte, siguiendo con mi comparación inicial, no hay duda que se aprende un idioma más fácilmente cuando más joven.

Si bien la investigación que hice a través de tantos años y que hicieron los más de 50 investigadores –principalmente biólogos- que se formaron al lado mío puede catalogarse como oncoinmunología experimental, la investigación clínica sigue las mismas reglas y tiene los mismos atributos. Los estudiantes de medicina y los residentes junto con el Jefe de Sala pueden también experimentar el placer de “descubrir” aunque sea sólo un pequeño rasgo nuevo en un caso particular de una enfermedad determinada. Sin embargo, contrariamente al investigador básico que trabaja en su “torre de marfil”, el investigador clínico se ve a menudo abrumado por los miles problemas impostergables de sus enfermos y es ahí que tendría que aplicar el dicho inglés Stop and reconsider es decir, hacerse tiempo para reflexionar.

Sólo me resta augurarle éxito a Oscar Botasso y desearle que con este libro se cumpla su deseo de formar profesionales que en su práctica diaria sean capaces de hacer investigación casi sin darse cuenta.

Como reflexión final, hay que recalcar que el investigador es por naturaleza un individualista y como tal necesita amplia libertad en todo sentido, tal como lo expresó hace años un destacado oncólogo con estas palabras:

Research needs unlimited vistas and unfettered dreams.

Research is hampered by all limitations and all dogma,

Religious, philoshopical, or political.

Or research dogma

MICHAEL B. SHIMKIN (1912-1989)

Upon man and beast. Adventures in cáncer epidemiology.

Cancer Res 1974;34:1525.

Dr. A. Gutiérrez: Un deprimido en la Familia

Prólogo

Héctor O. Alonso

Admitió, sin embargo, que en la portada de la nueva obra

convenía el prólogo vistoso, el espaldarazo firmado

por el plumífero de garra, de fuste.

Jorge Luis Borges, “El Aleph”

Tapa del libro del Dr. Alfredo J. Gutiérrez, de Ediciones Promir.

Lord Byron, en uno de sus momentos de cinismo, escribió: “tan pronto crea a una mujer o a un epitafio”. O a un prólogo. Los prólogos, es sabido, no siempre son confiables. Ejemplos se reportan de prólogos escritos sin conocer el libro en cuestión; una quizás sabia decisión en ciertos casos, aunque repudiable como procedimiento. Como en el cuento de Borges, el posible prologuista puede sentir, frente a la inminente distinción, erizarse los pelos de la nuca, y, de ser distinguido con la misión, disponerse al eufemismo raudo o a la mentira flagrante.

O bien, la mujer, el epitafio y el prólogo pueden ser no sólo sinceros, sino justos. El lector de este libro tendrá la última palabra, por lo que los prólogos, si acaso, deberían leerse probablemente no al principio sino al final.

La depresión debe ser considerada, por muchas razones, una enfermedad, semejante a otras muchas. No es bueno que sea vista como una vergüenza o como un mérito metafísico, como un baldón a ocultar o como un lujo del sentimiento.

Es una enfermedad, y no sería difícil que en un futuro próximo confirmemos que el proceso tiene más de orgánico de lo que muchos estilistas de la mente querrían reconocer. Como en muchos otros procesos, una combinación algo azarosa pero puntual de lo genético, lo químico y los vaivenes de la existencia puede eventualmente terminar en la enfermedad que hoy llamamos depresión. El caso es que esta enfermedad es una forma particularmente dolorosa e invalidante de daño. El enfermo a la vista no renguea, ni se arrastra, ni experimenta dolores físicos (aunque puede tener, como se verá, manifestaciones orgánicas engañosas). El laboratorio y las radiografías no revelan lesiones. Pero sin embargo sus síntomas son, o pueden ser, atroces, y las consecuencias de su enfermedad, de alto costo emocional, actitudinal y social. En el mejor de los casos, el deprimido puede sentir que transcurre por la existencia como si viviera permanentemente sumergido en un tonel de melaza; lentificado, en cámara lenta, apenas respirando, como en un mal sueño. Moverse en la melaza le cuesta un esfuerzo supremo, y la melaza también es mental. En la peor de las circunstancias, es una pesadilla de interminables veinticuatro horas diarias.

Cierto, la cultura occidental actual favorece conductas que podrían calificarse, a cierta salva distancia, de un estado de hipomanía (el texto explica este término) algo tonto y muy irreflexivo. Las risas constantes y sin sentido de la televisión, el gusto por decibeles exorbitantes, por luces destellantes, y por ritmos persistentes sin melodías a la vista epitomizan la situación, una adicción al ruido, cuyos cultores suelen describir con exaltación como un vivir la vida en plenitud. Es posible. O terminado el canto y el vino puede que se regrese a una vida de silenciosa desesperación: para seguir con Byron, soda y sermones la mañana después. En este contexto el deprimido no sólo parece desentonar; claramente puede inquietar, porque el gusto por la vorágine no ignora el abismo. Las técnicas de distracción no son infinitas, sin embargo. Cualquiera de los crónicamente eufóricos, que confían en productos energizantes y no desdeñan codearse con la trasgresión, puede subirse al bote con frecuencia colmado de la depresión.

La depresión, a diferencia de la vida vivida para afuera, puede tener también un costado no sólo positivo, sino también potencialmente trascendente. No se sale (y afortunadamente se sale) de un episodio de depresión mayor (nuevamente, el texto lo explica) siendo la misma persona que se era. El sufrimiento deja su marca, y las cosas no serán ya como solían ser. No hay aprendizaje como el que confieren la aflicción o el tormento espiritual: hay rincones del propio corazón que uno no conoce, y para conocerlos entra en él el dolor, recordando la muy sabia observación de Leon Bloy. Definidamente, la pena es más creativa que la alegría, a menos que uno se llame Beethoven, que podía construir grandezas musicales con ambas. Y hay circunstancias en las que llorar no es sólo lo único que se puede hacer, es lo mejor que se puede hacer. Si caminar a través de los carbones encendidos, como es el caso de enfermedades invalidantes o dolorosas (y la depresión es ambas cosas a la vez), resulta traumático, superar el tránsito de alimento para una renovación existencial de alcances antes no sospechados.

El deprimido no flota en la nada ni está solo en su enfermedad. Con frecuencia lo rodean amigos, familiares, en suma, un núcleo próximo e inmediato con el que interactúa constantemente. La depresión cae sobre estos grupos con tanta brutalidad como sobre el enfermo. Produce ansiedad, desconcierto y desamparo. Se entiende entonces que si la primera prioridad es el enfermo, la segunda son sus familiares y allegados. La posibilidad de acceder a un texto que los ilustre sobre las características reales de la enfermedad, y los provea de algunos recursos para ayudar al paciente y también a sí mismos es un trance tan difícil, constituye una ayuda capital que no debe ser ignorada. El presente es un libro que intenta justamente esta tarea.

Que tanto el clínico como el médico general no sólo pueden sino deben tratar la depresión es una cuestión tan resuelta que mencionarla podría ser ya imperdonablemente innecesario. Si lo traigo a colación, es porque el autor, Alfredo Gutiérrez, es un internista que ha dedicado los últimos veinticinco años de su vida a conocer y tratar la enfermedad depresiva. Su autoridad es indisputable. Y dedicar un texto escrito en forma de manual a la problemática de los familiares, más que a la del enfermo mismo, es una idea excelente, porque un texto así es en realidad indispensable. En la interacción enfermo-familia, ambos lados de la ecuación son fundamentales para el éxito del tratamiento, y el libro del Dr. Gutiérrez se ocupa del que ha sido algo olvidado en la ardua lucha de la medicina contra la depresión. Por lo tanto, debemos darle crédito a su obra, y esperar el éxito que la tarea, que como se verá, es empática y esforzada, merece.

Muchos libros (y no pocos prólogos) son dictados por la vanidad. Tal, puedo dar fe, no es el caso del que comentamos.